Capitalismo y castidad
Por Raúl González Fabre
30/01/2018
En 1601, el p. José de Jesús María, carmelita descalzo, publicó en Alcalá su Primera parte de las excelencias de la virtud de la castidad, unas 900 páginas a dos columnas. Aunque se anunciaban tres tomos más, no parecen haber sido publicados.
El autor utiliza una clasificación del amor de san Lorenzo Justiniano: “hay tres maneras de amor: carnal, sensual, y espiritual”. Del primero dice: “carnal es un amor torpe, que sirve a la lujuria y destemplanza, el cual como sea contrario a Dios, desea cumplir las obras de la carne, que son inmundicia, deshonestidad, lujuria, y todos los demas vicios que cuenta el Apóstol por frutos de la carne.” (p. 15)
El p. María escribe un libro de divulgación, no un manual de Teología Moral, ni siquiera una Guía para Confesores. Su tema central es cómo la virtud de la castidad puede acercar el amor sensual al espiritual, evitando que se convierta en amor carnal, el cual, como queda dicho arriba, resulta pecaminoso por definición.
Un teólogo profesional hubiera tenido más cuidado. De cualquier forma lo que dice el p. María no necesita estar mal, si “manera” no significa “tipo” sino “modo”. No es que hay un tipo pecaminoso de amor, sino un modo problemático de vivir el amor. Al borde del s.XVII, “manera” podía entenderse en cualquiera de los dos sentidos.
La pastoral católica a menudo cargaba los claroscuros para impresionar mejor la sensibilidad del oyente, de lo cual el libro del p. María es un buen ejemplo. Por siglos, el sexo fue visto con gran desconfianza entre los cristianos. Por supuesto que el sexo siempre se podía hacer bien; pero lo mejor que se podía hacer, era no hacerlo.
Después de las definiciones, el libro del p. María ofrece once capítulos sobre los peligros de la sensualidad, que habrán de evitarse para que el amor no se torne carnal. Copiemos los primeros, y ya con eso nos hacemos idea de por dónde va la argumentación:
Como se notará, no se trata solo de los excesos de la sensualidad, sino que pronto se habla de todo amor sensual. Como antes el carnal, también el amor sensual empieza a ser malo en sí mismo. Nos vamos quedando sin ‘maneras’ legítimas de amor que correspondan al impulso sexual de las personas.
Desde la segunda mitad del s. XX la moral católica respecto a la sexualidad ha cambiado considerablemente. No en el fondo teológico-moral (que el p. María tampoco reflejaba bien para su época), pero sí en la pastoral. Cuando sacerdotes, obispos, catequistas, etc., enseñan a los fieles sobre sexualidad, precisamente evitan los claroscuros y procuran adentrarse en los matices.
Es evidente que el impulso sexual puede llevarse bien o mal. El sexo resulta imprescindible para que la sociedad funcione, porque constituye la base de la formación de las familias. Y a la vez amenaza la sociedad de raíz, porque también es la base de la carencia de familias, de su eventual malfuncionamiento y de la destrucción de muchas infancias y adolescencias. Aunque no especialmente acertado, el propósito del libro del p. María es enseñar a matizar el impulso sexual con la castidad, para que resulte finalmente bien para la persona, la familia, y la relación con Dios.
Esta aproximación a la moral sexual resulta obvia para un católico contemporáneo. Todos los impulsos básicos de la persona son necesarios para movilizarnos: constituyen un factor esencial de humanización. Pero precisamente porque son tan poderosos, con todos ellos se pueden hacer grandes desastres, personales y colectivos.
Para algunos católicos, sin embargo, eso mismo no pasa con otro de los impulsos básicos: el interés propio. ¿Por qué nos parece que el placer sexual, matizado por la virtud de la castidad, hace una excelente base para formar una familia, pero el interés propio no es en ningún caso una buena base para construir la economía? ¿No estaríamos haciendo con el interés propio–simbolizado quizás por el dinero–lo mismo que hicimos en otro momento con el sexo?
La tradición católica propone dos virtudes con las que el interés propio puede ordenarse a la humanización, sin necesidad de desaparecer: la justicia y la caridad. Cada una en su nivel, sirven para ordenar el impulso posesivo a la humanización, sin pretender anularlo ni destruirlo. La pretensión de anular o destruir un impulso básico sería psicológicamente absurda.
El impulso posesivo que se expresa en el propio interés nos sirve como motor de la vida económica. Sin embargo, para que resulte en una sociedad deseable, siquiera habitable, ha de venir moderado (no anulado) por la virtud de la justicia, practicada por los agentes económicos. Y en algunos casos–pero no en todos, no siempre, ni siquiera ordinariamente–es necesario separarse de él para atender el interés del prójimo a costa del propio, como requiere la caridad.
No puede montarse una sociedad compleja sobre la inhibición del propio interés, como no puede montarse universalizando la sublimación del impulso sexual en actividades no reproductivas. Simplemente, no funciona.
Esto tan sencillo, y tan antiguo, parece que se nos olvida a veces a fuerza de radicalidades. Son por cierto radicalidades (del sexo y del dinero, ambas) que fácilmente pueden trazarse hasta los primeros escritos cristianos, hasta Pablo y los Evangelistas. Ellos escribían para pequeñas comunidades en un mundo que iba a acabarse ese mismo siglo, según su propio pronóstico.
El mundo no se acabó, y desde hace ya un tiempo, los católicos hemos de pensar no para pequeñas comunidades sino para sociedades complejas de muchos millones de personas.
Curiosamente, las radicalidades que ya nadie sostiene respecto al sexo, hay quien las ha recuperado respecto al interés propio, con tonos parecidos a los del p. José de Jesús María respecto al amor sensual.
También con parecida buena voluntad. Y con parecido acierto.
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Nota: salvo en el título, no hablo en ninguna parte de capitalismo, sino de interés propio. En ese sentido, el post es más preciso que el título. De todas formas, difícilmente se discutirá que una economía capitalista está basada sobre el interés propio, entre otros rasgos. Aunque también lo están la economía feudal, el esclavismo antiguo, el Estado de bienestar o el comunismo. En realidad, todos los arreglos económicos de cierto tamaño desde el Neolítico, o sea desde que existen arreglos con cierto tamaño, se basan sobre el interés propio. Eso ya debería darnos una pista.