Un ejemplo práctico de seducción

Por Raúl González Fabre

07/06/2018


En nuestro último post mencionamos el problema ético de la ‘seducción pura’, sin intención de injusticia ni mentira. Juan Fernández de la Cueva publicó pocos días después una crítica a la sociedad de consumo según las líneas del humanismo cristiano.


En esa crítica, Juan señala varias direcciones problemáticas que pueden observarse alrededor nuestro sin esfuerzo:



No puede por tanto decirse que sea un asunto moralmente neutro. Tiene severas consecuencias observables sobre las personas, las familias, la sociedad y la naturaleza.


Juan indica también que esto es sistémico, el resultado de un capitalismo de consumo que se generalizó tras la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo en etapas distintas: en USA venía ocurriendo desde décadas antes; en América Latina efectivamente desde la Guerra Mundial, extendiéndose progresivamente por la urbanización; en Europa conforme ocurría la recuperación de la guerra; en el Sur desde la descolonización de los años ‘60, con una estructura social parecida a la latinoamericana; en el Bloque Oriental desde los años ‘70; en China desde los ‘80.


La palabra clave del análisis de Juan podría ser sistémico. Yendo mas allá de su post, podemos buscar algunas señales de ese carácter sistémico:


El éxito o fracaso de las personas y de las sociedades se mide por su incorporación al consumo. Crecimiento (cuánto produce/consume una sociedad), desigualdad (cuánto puede consumir cada uno, comparativamente a los demás) y desempleo (cuántos carecen de acceso propio al consumo vía empleo) se vuelven los indicadores fundamentales.


La competencia entre las empresas obliga a cada una a vender lo más que pueda. Si no vendes, quiebras, y te sustituirá otro competidor más hábil. Pero, por otra parte, la competencia es una consecuencia necesaria de la pluralidad: para poder elegir, ha de haber varios productos distintos que competirán entre sí por tu preferencia. Lo contrario de la competencia es el monopolio, o la ausencia directa del bien de consumo.


La misma competencia es el motor del desarrollo tecnológico. Sin ella, no es que no habría el ‘último grito’ en móviles cada seis meses, sino que seguramente no habría aparecido el primer móvil. No tengo memoria de ningún elemento de consumo creado por las sociedades no competitivas del siglo XX, que no fuera la versión ‘bloque-oriental’ de un trasto ya inventado en occidente décadas antes. Nueva tecnología militar y espacial mucha (porque estaban en competencia con la NATO y la NASA, respectivamente), pero tecnología original para las masas poca o ninguna.


Y finalmente, si dejas a alguien innovar y producir, tienes que dejarle vender su producto, lo cual se ha hecho siempre resaltando sus atractivos. Más aún, el orden suele ser el inverso: se produce lo que ya se ha vendido o se sabe que se va a vender. Y si no hay venta, no hay producción, no hay empleo ni igualdad ni prosperidad de los países, según los criterios de éxito que mencionamos en el primer punto.


La sociedad de consumo resulta por tanto (1) muy problemática moralmente; (2) sistémica en su estructura interna; y (3) no arbitraria, en el sentido de que no resulta de una voluntad sino de una dinámica (la competencia comercial con sus derivados de éxito y fracaso). Desafía la capacidad humana para pensar arreglos sociales que realicen sus elementos positivos de fondo (la pluralidad, la libertad de elección o el desarrollo tecnológico), controlando a la vez sus consecuencias morales y sistémicas negativas.


Notemos un punto esencial que enlaza con nuestro post: puede permanecerse en muchas competencias comerciales sin incurrir, con la propia acción, en injusticia ni mentira hacia las diversas contrapartes concretamente involucradas, hacia terceros directamente afectados, etc. Es posible un ‘comercio justo’ que siga a una ‘producción justa’. De hecho, muchas ONG lo hacen así, aunque en manera alguna eso significa que sean los únicos. También muchas empresas, autónomos, etc., producen y venden sin mentira ni injusticia.


El punto es que, incluso si lo hiciéramos perfectamente bien la pequeña escala, todavía se plantearían los mismos problemas morales en la gran escala. Se atenuarían algo –el impacto medioambiental sería menor, el consumo se redistribuiría a favor de los más pobres–, pero no se modificaría sustancialmente la problemática.


Eso también lo indica Juan: los grandes problemas éticos no son el resultado de cada acción productiva-publicitaria, sino de la acumulación de todas ellas en la sociedad de consumo. Esa acumulación imposibilita el manejo racional de todas las ofertas seductoras que cada persona recibe (miles diarios), aunque cada una de ellas sí podría serlo por separado. Tiene la estructura de fondo de lo que llamé en mi post un problema de ‘seducción pura’, que no depende de la injusticia ni la mentira de cada acción sino que, incluso numéricamente, acaba resultando de lo que todos en conjunto inducen como motivaciones emocionales en la población.


En la sociedad de consumo encontramos así un ejemplo de lo que decíamos en nuestro post. Pero no es el único ejemplo, ni mucho menos. Nuestra sociedad se caracteriza por una gigantesca pluralidad de fragmentos de modos de vida en competencia, que son promovidos intentando la motivación emocional del receptor. Así ocurre no solo con los empresarios y sus productos, sino también con los políticos y sus candidaturas, los predicadores y sus religiones, los gurús y sus técnicas de automejora, los padres y sus hijos (que compiten con los medios de comunicación y lo que los niños aprenden de otros niños), con los ‘creadores de tendencias’ en internet…


Cuando podemos distinguir una mentira o una voluntad de injusticia detrás de ellos, nos sentimos en cierta manera aliviados. Ya tenemos una base para el juicio moral: sabemos por qué esa propuesta es mala y podemos hacerle contrapropaganda, incluso intentar prohibirla legalmente. El verdadero problema moral surge si nos resulta imposible señalar algo malo en cada intento concreto de influencia, pero el resultado acumulado de todos ellos es una sociedad inhabitable. ¿Cómo ‘mandarle callar’ a uno, si esa inhabitabilidad no resulta de su acción, sino de ella y otro millón semejantes? ¿O las prohibiremos todas, o todas las que lleven a la sociedad que nos parece indeseable, aunque no podamos decir qué está mal en cada una?