Idealismos equivocados

Por Raúl González Fabre


Los cristianos preocupados por lo social en virtud de nuestra fe, solemos tener una visión muy crítica de la economía, de la política, de la estructura social… Ello no es raro porque nuestro “punto de vista” típico es literalmente la “vista desde un punto”: el lugar social de las víctimas, sus vidas concretas, sus experiencias como ellos las narren y nos ayuden a sentirlas.


De hecho, se trata solo de algunas de esas víctimas, las que nos quedan más cerca física o afectivamente: ojos que no ven, corazón que no siente. Ello supone unos riesgos, como que victimicemos más aún a los lejanos para ayudar a las víctimas cercanas y conocidas, apoyando dinámicas que ayudan en lo concreto que vemos, pero hacen más daño a los remotos que no vemos…


En todo caso, ello es ciertamente mejor que ignorar a todos los que no somos nosotros o no son como nosotros. La apertura del corazón constituye un buen principio, sobre el cual puede construirse una conciencia atenta a más situaciones, y una inteligencia en búsqueda de soluciones que mejoren netamente las oportunidades de más de aquellos a quienes se les han negado estructuralmente. Si no hay apertura del corazón, todo lo demás va sobrando.


Si uno se identifica afectivamente con los grandes perdedores de cada estado de cosas, va a estar a disgusto en cualquier mundo, porque en todos los mundos hasta ahora ha habido grandes perdedores, y podemos esperar que los siga habiendo. Por motivos vivenciales, los cristianos somos descontentos sistemáticos.


En antropología teológica, ese descontento permanente se puede simbolizar usando el ‘pecado original’. Un mundo perfecto no existe; sería el Reino de Dios, la Tierra sin Males poblada por Personas sin Pecado. Hay que asumir que tal ideal no existe, ni lo podemos hacer existir dentro de esta Historia humana.


Lo contrario, suponer que el ‘pecado original’ puede eliminarse con un cambio estructural constituye un error antropológico de consecuencias a menudo fatales. Sea en la propiedad de los bienes de producción, en la naturaleza social del poder, en la relación de la tecnología con la naturaleza, en el cambio de balance de influencias de los géneros sobre la configuración social…, podemos pensar muchos cambios deseables, algunos incluso obligaciones morales y/o necesidades prácticas. Pero una vez hecho nuestro cambio favorito, seguiremos teniendo una Persona con Pecado y una Tierra con Males (quizás con males distintos, si nuestro movimiento salió bien).


Otra posición, una suerte de reflejo invertido que a veces se da en las mismas personas, consiste en suponer que la solución a algún gran problema se encuentra en un ‘cambio de conciencia’ de todos, una ‘conversión’ universal. Esto tampoco ha ocurrido nunca, ni va a pasar ahora. Acabar con el pecado por la vía de ser menos pecadores, es una opción perfectamente abierta a cada uno. Pero confiar la cuestión ecológica, de género, de educación, de protección social, de justicia… a que todos cambiemos, es apostar a un fallo seguro. Veinte siglos lleva la Iglesia intentando que desaparezca el adulterio en las parejas católicas, objetivo bastante modesto comparado con otros, y sin embargo no acabamos de tener éxito…


Ambos casos, la revolución radical o la conversión universal, denotan una impaciencia personal, un deseo nuestro de resolver la tensión interior del descontento; en el fondo la búsqueda de una excusa para abandonar. Si hemos considerado que alguna de las dos, o una combinación de ambas, es la única vía de salida para aquello que nos duele, entonces es fácil que cesemos en el dolor tan pronto notemos que se trata de imposibles históricos, procesos ideales para resultados ideales a los que la realidad nunca se ajustará. Probablemente ese cesar en el dolor sea entonces nuestro objetivo último, inconfesado incluso a nosotros mismos. No nos preocupan tanto las víctimas como poder por fin descansar.


El malestar generado en la empatía, el acompañamiento y/o la convivencia de las víctimas, nos habita como una disonancia profunda con el mundo, tanto mayor cuanto lo sea nuestra implicación existencial con los grandes perdedores. Contribuir a cambios que ayuden a mejorar algo las cosas, cambios de la escala en que cada uno trabaje, puede hacer diferencias considerables en las oportunidades de algunas de esas víctimas. Para ellas, ‘un poco mejor’ resulta a menudo mucho mejor que ‘un poco peor’, porque han recibido tan escaso horizonte, tan mal punto de partida. Poner nuestro malestar en términos de blanco y negro, es el camino más expedito para acabar no haciendo nada, no sirviéndoles de nada.


El descontento sostenido con el mundo constituye así la clave de la transformación. La actitud cristiana (‘estar en el mundo sin ser del mundo’), requiere mantenernos en ese malestar sin pretender resolverlo con un solo toque de idealismo mágico. Solo en quienes aceptan un malestar interior sin soluciones rápidas, quienes resisten la fatiga de ese malestar, encuentra Dios los trabajadores para construir su Reino en la Historia humana.