¿Para qué una Universidad católica?

Por Raúl González Fabre


20/09/2018


Si la Universidad católica solo tiene por objeto dar una mano de pintura «cristiana» sobre los estudiantes que así lo deseen, sea en el aspecto espiritual, en el teológico y/o en el social, entonces no tiene mucho sentido. No que todo ello esté mal, pero no hace falta una Universidad para realizarlo. Basta una capellanía universitaria.


Es pertinente preguntarse por qué (grandes) organizaciones de la Iglesia, a veces la Iglesia diocesana misma, sostienen universidades privadas, con la gigantesca movilización de recursos que ello implica.


Resulta obvio el sentido eclesial de mantener Facultades Eclesiásticas (Filosofía, Teología y derivados). Tampoco sería difícil justificar facultades dedicadas inmediatamente a la acción sobre la interioridad de la persona, como Educación, Psicología, Trabajo Social… donde se juega, entre otras cosas, la actitud personal hacia la Trascendencia.


¿Pero también facultades de Derecho, de Ingeniería, de Medicina, de Economía, de Empresariales…? ¿Por qué las tenemos, siendo así que el esfuerzo administrativo de mantenerlas en pie y competitivas es tan grande?


Hace unas semanas Juan Antonio Senent escribió un interesante post sobre este mismo tema, titulado ¿La universidad es un lugar para la espiritualidad?. Recomendamos su lectura. Aquí expongo mi visión sobre el tema.


Cuasi-sentidos de la Universidad Católica


Despúes de algunas décadas trabajando en Universidades Católicas en diferentes países, y conversando con colegas jesuitas y no jesuitas sobre ello, me atrevo a resumir algunos propósitos de la Universidad Católica cuyo sentido me parece insuficiente, para meterse en la considerable complicación de llevar una Universidad de principio a fin:


Nos interesa la espiritualidad de los estudiantes. Por aquí es por donde empezamos el post, y también el tema central del artículo de Senent: actividades necesariamente libres orientadas al cultivo de la espiritualidad de los estudiantes y algunos elementos (como los voluntariados sociales) que se juzgan inmediatamente asociados a ella. Lo mismo que puede hacerse desde una capellanía universitaria.


Nos interesa introducir algunas asignaturas. Teniendo control sobre los programas de cada carrera, podemos incorporar en ellos asignaturas sobre ética, doctrina social de la Iglesia, principios religiosos… de acuerdo a lo mandado en la Constitución Ex Corde Ecclesiae sobre las Universidades Católicas (1990), 4.5.


Nos interesa la plataforma. Teniendo una Universidad, podemos dedicar buena parte, incluso la mayor parte, del esfuerzo investigativo, divulgativo y de diálogo social de Institutos, Cátedras y otras formas de organización no directamente vertidas a las clases, en «los graves problemas contemporáneos, tales como, la dignidad de la vida humana, la promoción de la justicia para todos, la calidad de vida personal y familiar, la protección de la naturaleza, la búsqueda de la paz y de la estabilidad política, una distribución más equitativa de los recursos del mundo y un nuevo ordenamiento económico y político que sirva mejor a la comunidad humana a nivel nacional e internacional» (Ex Corde Ecclesiae, 32).


Nos interesa el apoyo a otras obras. Obras sociales, eventualmente también pastorales y comunicacionales de la Iglesia o de congregaciones dentro de ella, pueden ser viables gracias al apoyo de una Universidad Católica, que suelen ser instituciones grandes capaces de movilizar más recursos. Por ejemplo, colaborando en la ejecución de algunas actividades la Universidad pone buena parte del financiamiento explícito o implícito (locales, publicaciones, etc.). O también, personal muy cualificado de otras obras más pequeñas derivan en realidad sus medios de vida no de la obra misma, sino de su trabajo en la Universidad Católica.


Nos interesa el dinero. No claro, ganar dinero: las Universidades Católicas son normalmente entidades sin fines de lucro. Se trata de producir dinero suficiente en las Facultades más demandadas (algunas de las ‘seculares’) para financiar el déficit de otras Facultades con menos demanda de alumnos (como las eclesiásticas o algunas de las más ‘humanísticas’), de manera que estas resulten económicamente sostenibles.


Nos interesa el estatuto legal. En muchas legislaciones es necesario un número mínimo de Facultades para tener una Universidad. Ese número suele ser mayor que dos (Filosofía y Teología), de forma que incluso si nos interesan sobre todo los Facultades Eclesiásticas, debemos crear alguna más para tener una Universidad, lo que da en general más nombre a los títulos, incluso los eclesiásticos. Esto con mucha frecuencia va asociado al punto anterior: puesto que vamos a añadir Facultades, mejor si además ayudan al financiamiento del conjunto.


Nos interesa que haya curas-científicos. Este es un asunto histórico. En el periodo de 1860 a 1960 se crearon una gran cantidad de Universidades católicas en todo el mundo, para responder con la práctica al aserto positivista de que ciencia y fe son incompatibles. La religión constituye una especie de «infancia de la humanidad», llena de mitos y supersticiones, que dejamos atrás cuando nos hicimos adultos y nuestra razón se volvió capaz de comprender científicamente el mundo. La mejor manera de responder esta idea, se pensaba, consiste en que haya personas de fe (mejor si son claramente identificables: curas, monjas y otros consagrados) que sean a la vez notables científicos en algún campo secular. En ese campo jugarán exactamente por las mismas reglas que los demás, pero a la vez han de ser capaces de hablar de la compatibilidad, incluso la mutua fertilización, entre su praxis como científicos y la fe.


Un sentido clave en nuestro tiempo


Todos los anteriores son sentidos plausibles y legítimos de una universidad católica. Sin embargo, tienen un problema: lo central de la universidad ocurre en las aulas. En todas las universidades católicas grandes, de miles de alumnos, la gran mayoría de los estudiantes cursan carreras no religiosas ni humanísticas. En esas carreras, la gran mayoría de las asignaturas (entre ellas todas las profesionalizantes) tratan sobre el manejo de la tecnología, el poder político y los recursos económicos con eficiencia competitiva de sabor maquiaveliano. No por maldad, sino porque así suele ser la ciencia dominante en los terrenos administrativos. Y la inmensa mayoría de los estudiantes no participa en ninguna actividad pastoral ni de voluntariado social.


Por eso la pregunta recurrente de católicos comprometidos a quienes trabajamos en la universidad católica: ¿para qué sirve? ¿para qué tantos recursos si al final el grueso de los graduados no se diferencian en ningún sentido moral de otras universidades?


Tienen razón en su pregunta. En efecto no se diferencian, porque las asignaturas donde se da alguna enseñanza cristiano-humanística tienden a ser «marías» desmentidas precisamente por las asignaturas profesionalizantes donde los muchachos aprenden lo que de verdad les importa: ser profesionales de éxito.


Una respuesta plausible es que con que graduemos un 10% con una sensibilidad distinta en las carreras de la ciencia, el poder y el dinero, ya hemos cumplido nuestra misión, y eso quizás sí puede lograrse entre «marías», voluntariados, actividades extracurriculares, etc., contando además que muchos alumnos vienen de colegios católicos donde ya se criaron en esa misma sensibilidad.

Ciertamente, 10% ya sería algo. Sin embargo, mi opinión es que la misión central de la Universidad católica no es ninguna de las mencionadas, aunque cada una de ellas resulte valiosa.


Pienso que lo central de la Universidad católica debe ocurrir no en sus márgenes sino en las clases de las asignaturas «laicas» de carreras científicas y administrativas, donde pasan la mayor parte de su tiempo y ponen todo su esfuerzo quienes manejarán el poder y el dinero en la sociedad futura.

Y lo que debe ocurrir allí está por hacer: consiste en devolver cada una de las ciencias legales, políticas, económicas y administrativas, a sus raíces humanísticas, para enseñarlas así en clase. Si decimos «la economía al servicio del hombre» pero la ciencia económica que tenemos y enseñamos parte de un agente maximizador de su propiedad caiga quien caiga, deshacemos en clase de Microeconomía lo que creíamos haber hecho en clase de Doctrina Social de la Iglesia. Y adivinen a quién le va a prestar más credito el alumno, quién va a impactar más su manera de ver el mundo y de ser profesional.


Desde mi punto de vista, el núcleo de la investigación en ciencias sociales y administrativas en la Universidad católica no estriba en aplicar las ciencias que hay a problemas sociales o ecológicos. Ni siquiera en criticar las ciencias que hay desde la persona humana y sus comunidades (crítica que está hecha sobradamente). Consiste en construir ciencia sobre bases humanísticas, suficientemente buena para ‘invadir’ por su propio músculo (no por el poder de la institución) los gigantescos espacios de las clases ‘seculares’ de una Universidad católica. En la práctica, ello supone abrir un diálogo sistemático con los mismos profesores de esas asignaturas ‘seculares’ para reintegrar juntos el humanismo adentro de cada saber, no como una aplicación externa sino en su misma concepción y estructura cognitiva.


A mi modo de ver, siendo todas las otras actividades valiosas, esta última resulta imprescindible para que tengamos una Universidad católica a la altura de los tiempos. En otro caso, la ciencia, el poder y el dinero seguirán construyéndose, también a través de nuestros graduados, sobre bases capaces de arrollar existencias humanas para ganar en la competencia y engrandecerse a sí mismos incluso a costa de la gente.