Cristianos y platónicos

Por Raúl González Fabre

18/07/2017


El cristianismo naciente encontró especial afinidad en la moral neoplatónica; hasta el punto de que durante un milenio largo el esquema platónico fue utilizado casi en exclusiva como molde para formular la moral cristiana, ética y política.


Ese esquema consiste básicamente en describir un ideal (del que no tenemos experiencia directa pero que somos capaces de concebir), para evaluar las realidades a partir de él. La evaluación puede ser más estática (estamos lejos o cerca del ideal) o más dinámica (nos alejamos o nos acercamos); pero en todo caso la clave de la moral consiste en confrontar la realidad personal, familiar, o social con modelos ideales.


La comparación estática arroja siempre que la realidad está en falta respecto al ideal. Por definición, cualquier realidad es siempre peor que lo mejor que podamos imaginar, que es el ideal. El uso estático del esquema platónico tiende por ello a crear pesimismo, desanimar y en general desmovilizar por la vía inversa de pintarlo todo dramáticamente negativo. Anunciándonos desastres pretende movilizarnos; pero los desastres son tan convincentes, que logra precisamente lo contrario.


En la historia de la moral cristiana esta forma de pensar se ha aplicado, según momentos, a la sexualidad, al dinero y el capitalismo, al sexismo, a la destrucción del medio ambiente… Y por herencia cristiana o independientemente, muchos otros grupos han asumido el mismo resorte argumental sobre sus temas favoritos.


Es un resorte que resulta cómodo, porque determinar que las cosas están muy mal comparadas con determinado ideal requiere poco esfuerzo analítico. Es fácil dispensar adjetivos «proféticos» desde ahí, con el añadido de que al hacerlo, parecemos de mejor calidad moral, puesto que somos capaces de tomarnos en serio ideales a los que la mayoría parecen insensibles.


Dentro del pensamiento moral por ideales, la comparación dinámica resulta más complicada. No denunciar que las cosas están mal sino determinar si, estén como estén, van a mejor o a peor, requiere cierto análisis, una comprensión de los procesos.


También traza otro marco mental en dos aspectos. Primero, puede ocurrir que nuestro análisis concluya en que la realidad de nuestro interés evoluciona a mejor. Esta es una razón de fondo para alegrarnos, para motivarnos más en el compromiso. Si el ideal nos atrae, ver que la realidad se le va acercando resultará tanto más atrayente, incluso si ocurre por un camino distinto al que imaginábamos.


En segundo lugar, esta suerte de ‘platonismo analítico’ nos lleva vitalmente a proponer movimientos a mejor, posibles desde la situación actual. Lo imposible (por ejemplo, una conversión general asumiendo un ideal lejano a la situación actual; o un cambio revolucionario para poner el mundo sobre otras bases) sirve de muy poco, a menudo resulta contraproducente. Es irreal no solo en el sentido de imposible, sino también en el sentido de estar tan lejos de lo existente que no seríamos capaces de prever sus efectos secundarios. Y no pudiendo estimarlos, tampoco tenemos buena base para afirmar que el resultado vaya a ser mejor que lo actual.


Si por el contrario utilizamos un horizonte de perfección moral para guiarnos en el manejo de las realidades, ello devuelve nuestra mirada sobre lo real para declararlo no absoluto sino modificable a mejor. Esa aproximación resulta movilizadora sin paralizarnos en la predicción de catástrofes ni despeñarnos por el barranco de los imposibles.


Tal consideración de los ideales requiere trabajo, sin embargo. Por una parte, hace falta una comprensión detallada de las dinámicas reales sobre la cual fundar nuestro análisis; de otra, necesita un diseño cuidadoso de nuestras propuestas para estar seguros de que decimos algo a la vez mejor de lo que hay, y posible desde lo que hay.


Ese es un platonismo moral propiamente cristiano. No una moral para perezosos.