Lástima que no existan los Estados Pontificios

Por Raúl González Fabre

06/04/2018


Ni Jesús ni el apóstol Pablo pretendieron organizar grandes unidades políticas. Al revés, sus propuestas morales se referían fundamentalmente a pequeños grupos: familias y comunidades cuasi-familiares de creyentes. Ello toca no solo al alcance práctico de sus enseñanzas morales, sino también a su constitución profunda: una moral basada en el amor funciona mejor respecto a las relaciones cortas que en grandes unidades de convivencia donde la gente no se conoce personalmente, ni puede conocerse.


Otros fundadores religiosos, como Moisés o Mahoma, sí estaban constituyendo unidades políticas grandes. No resulta raro que situaran la justicia como calidad moral por excelencia, y la ley (religiosa) como su vehículo. La justicia puede ser abstracta: no se necesita conocer mayormente al otro para saber qué sea tratarlo de manera justa.


En el cristianismo ha permanecido, desde que empezó a involucrar mucha gente, el problema de cómo regular la convivencia en los grandes números sobre unos principios morales más aptos para pequeños grupos. Cómo realizar el amor entre millones, o miles de millones, de personas. Seguramente no es un problema imposible, pero tampoco parece fácil.


Hubo unos Estados Pontificios


El Papa fue el jefe del Estado de un territorio que comprendía (con geografía variable, como solían ser los antiguos reinos) buena parte de las regiones de Lazio, Marche, Umbria y Romagna. No por poco tiempo: los Estados Pontificios duraron desde 754 hasta 1870, en que acabaron de desaparecer subsumidos en la nueva República Italiana: más de 1100 años, de los 2000 redondos del cristianismo en el mundo.


Los Estados Pontificios fueron eliminados en la práctica en 1870, cuando ocho mil soldados del Papa no bastaron para evitar la conquista de Roma por las tropas de Victor Manuel II. El Papa entonces era Pio IX (beatificado en 2000), y la cosa le supo bastante mal. Al perder la soberanía temporal, con ello temía la pérdida de independencia para su ministerio, que podía quedar más a merced de los intereses políticos de los Estados europeos. No faltaba cierta razón al argumento, dados los precedentes y cómo funcionaba la política de la época.


De hecho, el tema de la dependencia política quedó resuelto con los acuerdos lateranenses de 1929, por los cuales se constituyó el Estado de la Ciudad del Vaticano con el Papa como su cabeza; por tanto, no súbdito de otro Estado. El problemita teológico de que el Vicario de Cristo fuera gobernante temporal de un territorio quedó también muy amenguado, porque el Vaticano es, en un sentido, un Estado simbólico. Muy real jurídicamente hablando, pero sin nacimientos y sin población propia más allá del personal directamente empleado por la Iglesia, buena parte del cual vive en la República Italiana.


¿Qué perdimos con los Estados Pontificios?


Esto teológicamente puede resultar conveniente, por ejemplo para reflejar mejor la posición en que se hallaban Jesús y San Pablo, lo que no es poca cosa tratándose sobre todo de testimoniar el cristianismo. Pero nada se hace sin un precio. Ese precio no ha sido la independencia del Papa, como temía Pio IX, sino un riesgo de irrealidad del Magisterio social pontificio, y por extensión de todo el pensamiento social católico.


Dejemos volar el pensamiento por un instante. Imaginemos que los Estados Pontificios de 1829 (los del mapa) todavía existieran. El Papa presidiría entonces un país no simbólico, sino con una gran ciudad (Roma) y varias ciudades medianas (Bolonia, Rávena, Rímini, Perugia, Ferrara, Ancona, Termi…). Por lo menos diez o doce millones de habitantes, con zonas agrícolas, turísticas, de servicios, algunas industriales…


¡Qué magnífica oportunidad sería para mostrar con los hechos lo que da de sí la Doctrina Social de la Iglesia! Para organizar la economía, la política, la cultura, la ecología, la seguridad, las fronteras, la acción internacional de ese Estado… de manera que resultara una sociedad abierta y plural, y a la vez bien asentada estructuralmente en los principios de la DSI, solidaria con todas las personas del mundo como iguales hijos de Dios. Para respaldar las palabras con hechos; más aún, para probar en los hechos la aplicabilidad práctica de las palabras con el instrumento de un Estado con población de millones.


No sería, claro, un Estado perfecto ni ideal. Nada humano lo es. Pero sería distinto a lo que hay, podemos suponer, porque la DSI denuncia con toda razón grandes problemas estructurales en el economicismo materialista generalizado en el siglo XXI, que produce una economía, una política y una cultura muy agresivas hacia los trabajadores, hacia los más vulnerables y hacia la naturaleza.

Si persistieran los viejos Estados Pontificios, ningún ‘qué’ propuesto por la Iglesia para la vida social que se define a partir de los Estados o en unidades menores, como las regiones o las ciudades, podría ir sin su ‘cómo’.


Y ningún ‘cómo’ podría ser meramente teórico, retórico, ideal o parcial, porque lo que se predique para otros debería ser primero implementado en la sociedad compleja de los hipotéticos Estados Pontificios. Allí se verían cosas que solo se aprenden en la práctica, que solo se saben al hacer el intento en serio: si una política resulta en verdad aplicable, cuáles son sus efectos inesperados, qué tal reacciona la población, cómo interacciona con otras políticas propias y con las políticas de otros alrededor…


Si persistieran los Estados Pontificios, no solo el gran Magisterio, sino todos los intelectuales católicos que minúsculamente tratamos de buscar caminos para los principios de nuestra fe en la estructuración de la vida social, estaríamos sometidos a un riguroso reality-check.


Desde ese punto de vista, ¡lástima que ya no existan los Estados Pontificios!