Cada vez elegimos menos presidentes

Por Raúl González Fabre

26/07/2018


… y más salvadores.


La elección de López Obrador en México es otro ejemplo. Dejemos aparte si va a gobernar de una u otra manera, que quién sabe. Lo cierto es que su elección cabalga a lomos de un fracaso del PRI y del PAN en vertebrar la sociedad mexicana y darle horizonte. Se trata de cosas fundamentales. No es una alternancia ‘normal’ en que se elige un partido de izquierda para que sea algo más distributivo, o un partido a la derecha para que fomente la producción.


En la última década asistimos a una creciente volatilidad política, con oscilaciones muy pronunciadas y grandes bandazos en países que solían ser estables. En el sistema electoral siempre ha habido alternativas extremas que proponen saltos dramáticos, en ocasiones de entidad constitucional. Pero no solían ser viables electoralmente. Ahora sí lo son: Trump, el Brexit, Salvini, Putin, Erdogan, el mismo López Obrador, revelan algo del fracaso del sistema a los ojos de mucha gente.


¿Qué fracaso? En cada sitio uno distinto quizás, pero siempre cuestiones de fondo para la vida de mucha gente. Sienten cerrárseles horizontes vitales importantes, y no encuentran buena respuesta en la política habitual. La violencia y el narco que nos invaden, las industrias que se van a otros países, los inmigrantes pobres que parecen llegar en número, la competencia de productos baratos del extranjero, la degradación de los empleos y los salarios… y así.


El fracaso en manejar estos problemas por los procedimientos políticos habituales, se suma a la generalización de la corrupción administrativa (y la percepción de ella), pequeña y grande.

La corrupción puede tener más o menos efecto funcional sobre la eficacia del Estado (puede costar el 3% de la obra pública, o meramente ser cosa de un trapicheo que induce cierta ineficiencia, o paralizar de manera efectiva la acción policial contra el narco). Pero siempre tiene un gran efecto moral: el liderazgo político no consiste meramente en gerencia y comunicación. Requiere también de autoridad moral, tanto más cuanto te enfrentes a problemas difíciles de gerenciar, y debas comunicar malas noticias o simplemente perplejidades.


La oposición utiliza frecuentemente la corrupción como argumento político. Repite en su propaganda que la corrupción del gobierno no solo genera cierta ineficiencia del Estado, sino que lo hace totalmente ineficaz. El sector público fracasa porque los incumbentes están robando. El remedio consiste en llevar al gobierno a otros sujetos, estos honrados; como el mal es la corrupción, con incorruptos desaparecerá.


¿Y quiénes son los tales incorruptos? Probablemente quienes no han gobernado mucho. Si lo hubieran hecho, estarían regularmente pringados por acción u omisión con la corrupción del pasado. Normalmente pues los incorruptos se hallarán afuera de los ‘partidos del sistema’; los políticos antisistema suelen proveer mejores actores para el papel de incorrupto.


Y entonces, si vemos en la corrupción la clave de las grandes cuestiones que afectan la vida de la población, la solución consiste en poner en el gobierno un santo. O, si no hay santo, a algún joven sin mucho pecado. Le dejamos las manos libres para que, llevado de su amor al pueblo sin límite y su honestidad sin parangón, pase por encima del viejo sistema, se constituya en verdadero representante del pueblo, e introduzca cambios no solo de políticas sino de envergadura hasta constitucional.


Pero el problema es más profundo. No consiste solo ni primero en la corrupción. Tampoco los enfoques más o menos atrabiliarios de los antiguos antisistemas al tocar poder. El gran problema de nuestras democracias consiste en que para ganar las elecciones, los candidatos están prometiendo no solo lo que no piensan cumplir sino sobre todo lo que no pueden cumplir, lo que no está en manos de ese gobierno que quieren ocupar.


¿Puede el gobierno de México controlar la narcoviolencia? ¿Puede el italiano manejar positivamente la cuestión migratoria África-Europa? ¿Puede la señora May reconstruir una Gran Bretaña próspera separada del Continente? ¿Y puede Trump reorganizar/reducir la globalización de manera que produzca empleos para los obreros fabriles americanos? ¿Pudo Tsipras prescindir de Berlín para salvar el Estado de bienestar griego? ¿Y Obama cerrar Guantanamo o sacar a USA de Afghanistán?


Para ganar votaciones, ¿no han hecho todos ellos promesas, levantado expectativas, que no tienen el poder de cumplir, que ellos sabían que no dependen de ese nivel de gobierno? Los gobiernos no fracasan por la corrupción, sino porque muchos problemas cruciales para las mayorías ya no pueden resolverse a escala nacional. Son más grandes que el poder de ningún gobierno. Pero se llega a cada gobierno prometiendo “yo arreglo esto”, no diciéndome “vótame, que igual no voy a poder arreglar nada”.


Por esa diferencia entre poder real del gobierno y expectativa democrática, los partidos del sistema fracasan y los antisistema también van fracasando. Roben o no, sus dirigentes serán desplazados o, si no son tan democráticos, “reasentarán” su poder en la represión masiva, como Maduro u Ortega, porque habrán defraudado las expectativas imposibles sobre las que llegaron al poder.

A un presidente se le elige para que haga bien aquello para lo que es competente. A un salvador, para que haga el milagro de arreglar cuestiones que sobrepasan los instrumentos políticos disponibles. Cada vez elegimos menos presidentes y más salvadores, supermánes y héroes del imposible.


Más bien, deberíamos estar empeñándonos en ampliar el alcance de nuestras instituciones políticas, haciéndolas más globales, para volverlas capaces de lidiar con asuntos más grandes.