Cristianos y aristotélicos

Por Raúl González Fabre

03/08/2017


Hace unos días publicamos un post discutiendo un par de maneras distintas de abordar la ética y política cristianas de manera platónica. Es un enfoque que arranca de la capacidad del ser humano de concebir ideales más allá de la experiencia, y utilizarlos precisamente para juzgar las realidades que sí experimentamos y decidir sobre ellas. Hasta donde sabemos, ningún otro animal es capaz de hacer esto, así que el fundamento parece sólidamente humano.


En el abordaje platónico de las cuestiones morales (éticas o políticas), la bondad de una decisión depende de su relación con unos principios. Por ejemplo, una acción es mejor o peor en la medida en que realiza ciertos valores (que serían en ese caso los ‘principios’ a que nos referimos). Una acción honesta es mejor que una deshonesta, una justa que una injusta, etc.


La moral resulta entonces un saber normativo sobre cuáles deben ser los principios de las acciones humanas y cómo se realizan en diversas situaciones típicas. Si se quiere también un saber descriptivo sobre las prácticas dominantes en la sociedad y su calidad, evaluada usando esos principios.


¿Por qué es esto problemático? ¿No compararamos constantemente nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra sociedad, nuestro mundo, a nosotros mismos… con ideales que nos sitúan respecto a cómo estamos y a hacia dónde avanzar? Nunca estamos del todo contentos con las cosas tal como son, y siempre se nos ocurren maneras en que podríamos intentar hacerlas mejores. Incluso cuando «aceptamos al otro (o a nosotros mismos) como es», no queremos decir que nos guste, sino meramente que así le ayudamos a mejorar, en vez de rechazándole.


Pero este pensamiento por principios solo constituye la mitad de la historia. A la hora de la verdad, toda decisión moral ocurre en circunstancias concretas, nunca iguales unas a otras. Por eso, lo que hace buena a la decisión no son solo los principios que realiza, sino también las consecuencias prácticas que cabe esperar de ella. El mejor balance posible entre principios y consecuencias, en las circunstancias concretas de la decisión, es lo que constituye la prudencia.


Esta es la concepción aristotélica de la moral, como se ve muy distinta a la platónica: en la lógica aristotélica, ninguna acción puede declararse buena sin incorporar prudencialmente las consecuencias esperadas. «Hágase la justicia, aunque perezca el mundo» es un antiguo aforismo que tendría sentido en un pensamiento de corte platónico: si la acción realiza la justicia, debe hacerse no importan sus consecuencias. Pero sería absurda para un pensamiento aristotélico: si la acción arruina el mundo, entonces no es buena y no puede decirse que realice la justicia como calidad moral. La calidad moral de un desastre provocado por la decisión humana, es desastrosa.


Incorporadas las consecuencias estimadas para todos los afectados, en el discernimiento concreto puede ocurrir que la opción que ofrezca el mejor balance principios-consecuencias no sea la que tiene los mejores principios, ni la que tiene las mejores consecuencias estimadas, sino algo en medio. La aristotélica es una moral de puntos medios («en el medio está la virtud», también con este significado), no de extremos. Los pensadores católicos, a partir del siglo XII, encontraron útil ese esquema de pensamiento para pasar de ser los denunciadores proféticos de los males de un mundo siempre pérfido, a asumirse como los constructores de un mundo real, que ya eran en la práctica desde siglos atrás.


Y que seguimos siendo, aunque no falten quienes se empeñen en reducir nuestro rol (verbal) a la denuncia, cuando en realidad nuestros roles (reales) nos tienen día a día, construyendo este mundo con nuestras acciones y nuestras decisiones.